Por Román Ganuza

Hay que haber sido “Sissi” (Isabel de Wittelsbach nacida en 1837, emperatriz de Austria Hungría desde 1854 y ultimada en Ginebra en 1898) para encarnar alguna vez en Romy Schneider (1), Ava Gardner (2) o, más recientemente, en la talentosa Vicky Krieps (foto de portada) (3). La condición no es tan solo haber sido bella y emperatriz. O sea, haber tenido una belleza tan imperativa y documentada como conjetural y prorrogable. Se requiere también un amor con todo el arco novelesco: romántico, pasional y a la vez un calvario, un “corsé”. Hay que haber sido célebre y sin embargo desconocida para alimentar tanto a la narrativa. De dulce princesa enamorada que colma los sueños a cónyuge clavada en la frustración opresiva, la literatura y el cine han dejado que se pierda y se disuelva en una posteridad incontrolada. Porque un buen personaje tiene que transitar la vida en función de su propia muerte, en un gradiente de reducción y desgaste que parte de las ilusiones más vivaces para desembocar en el pesado cansancio de vivir. Así, la muerte se convierte en el gran parto de la leyenda. Es el requisito para hacerse digno del arte: morir y, de ser posible, de manera trágica o temprana. Y aquí es donde la leyenda de Sissi se alza por encima de Antonieta, de María Estuardo, de Alejandra Romanoff e incluso de Diana Spencer. Ni menos sangrienta o inesperada que estas otras muertes, la suya, en perspectiva, tiene apetito estilístico. No la condena un tribunal, su final no es progresivo y anunciado, no la aguarda un cadalso que los carpinteros puedan ir preparando con tiempo. No sucede ante multitudes como la de su sobrino político en Sarajevo ni es una masacre apremiada como la de Ekaterimburgo. No, el crimen de Sissi es otoñal y solitario. Aunque horrendo al fin, su encuadre histórico lo va tornando silencioso y hasta delicado. Brilla además por la ruda acción de Luigi Lucheni, un Raskolnikov italiano, quien obtuvo la graciosa definición de “asesino casual” porque planeaba matar a otro personaje de la nobleza, pero supo que Sissi se encontraba de incógnito en un hotel de Ginebra. 

 

El cuerpo de la emperatriz, tan admirado por su siglo, camina sus últimos pasos sobre el muelle que se interna en el sereno lago Leman. Es el mediodía del 10 de septiembre de 1898. Lucheni sigue a su víctima en ese lugar público donde solo la acompaña su dama de honor, la fidelísima condesa Sztaray. Sissi está a punto de embarcar en un ferry de línea con su velo negro bordado que le esconde el rostro, porta un colorido parasol y no tiene custodia. Próxima y vulnerable, la emperatriz de Austria Hungría le resulta al anarquista más que apropiada para un acto que debía ser mundialmente notorio para que fuera efectivamente aleccionador. Lucheni acelera el paso, la alcanza, la rodea y le da un único golpe punzante en el pecho. Confundido con un ladrón vulgar, se entrega mansamente a la policía suiza cuando Sissi todavía no advierte que se ha empezado a morir. Shockeada por el ataque, la emperatriz llega hasta el barco, lo aborda y toma asiento en la cubierta El estilete que Lucheni preparó para la ocasión, corto y lacerante, ha desgarrado el corazón de la emperatriz gracias al brazo certero y rápido del italiano. Cuando ella cae de su asiento, los pasajeros a bordo creen que se ha desmayado por el estrés propio de las circunstancias. Desesperada, Irma Sztaray le libera el corsé a la altura del pecho para darle aire y observa una herida circular y pequeña, similar a la de una bala de bajo calibre. De allí mana la abundante sangre que se lleva la vida de la mujer más famosa de su tiempo. Yace Sissi frente a ese lago de azulados reflejos, bajo el silencio póstumo de los alpes y el rojo furor de algunos tulipanes. La obra, el drama de la vida y muerte de la emperatriz bella y triste, ha sido completada. Como lo quería De Quincey, los asesinatos, una vez cometidos y ya irreversibles, se vuelven un insumo literario precioso. El mito de Sissi le debe bastante al atormentado anarquista oriundo de Parma. 

                                                                                          Asesinato de Sissi en Ginebra (óleo)

Detenido, aunque no esposado, Lucheni ve como el ferry gira 180 grados y regresa al muelle entre los agitados murmullos del pasaje. Está satisfecho y mima una ilusión pretenciosa: Se imagina condenado a muerte por el magnicidio, patentando así las iniquidades del mundo. Pero si su plan fue materialmente efectivo, otras previsiones lo enredan en el fallido. Lucheni ya tenía motivos para apresurar la propia muerte mucho antes del atentado, pero una sentencia capital vendría a completar la elipse políticamente heroica. Nada de eso, el anarquista no tuvo en cuenta que en Suiza -a diferencia de Italia- la pena de muerte no está entonces aprobada. Lucheni quería vivir en la memoria de los seguidores de su causa y no en una celda. De eso, ya había tenido bastante. Pero hay otro punto que no atiende bien a su embestida justiciera. Sissi tiene todo lo que puede ser socialmente odiado desde el lugar del hambre, el sometimiento y la exclusión: El boato, el lujo, los palacios, los valses, la colección de caballos árabes e ingleses y las tres horas que le insumen a la peluquera organizar las trenzas superiores de su peinado. Es la esposa de un emperador, Francisco José, que respondió a los reclamos populares con fusil y muerte. Un conservador afincado en la idea de que el privilegio de casta es casi una orden expresa de Dios. Pero Sissi es también, y al mismo tiempo, una rara contrafigura de lo mismo que representa. Tiene formación republicana, cree que la monarquía debe abrirse al sistema parlamentario, apoya la independencia Hungría, donde ama vivir. Quiere más a la naturaleza y a los animales que al protocolo imperial. Se aburre, fuma, toma cerveza, cabalga de noche, lee a Homero, es indomable. Odia a su suegra Sofía la archiduquesa de Austria y detesta a Viena. Prefiere las islas como Madeira y Corfú. Es feliz en Irlanda, donde no hay reyes que ir a saludar. Añora jugar con campesinos en su Baviera natal. Padece y goza la rebeldía genética y controversial de los Wittelsbach como su amado primo Ludwig II “El Rey Loco”. Siempre está triste y lejana. Su pena incurable replica el humor de un imperio que lentamente se desdibuja y se disgrega. Prefigura, lo sepa o no, el final de la Europa soñada por el Congreso de Viena a la caída de Bonaparte. La monarquía que Lucheni quiere voltear, se cae de todos modos. 18 años después de su atentado en Suiza, ninguna casa real gobierna en el continente. Francisco José y sus largos años de reinado, solo han sido un largo esfuerzo por demorar lo inevitable. Y su bella emperatriz, tensada entre la idealización y la disonancia, fue el emblema perfecto de lo crepuscular, de esa elipse que condujo al imperio desde la provinciana y autocensurada Viena católica, hasta la atrevida capital de los cafés frecuentados por Wittgenstein, Freud o Klimt. Es muy posible -y de algún modo justo- que estas resonancias de su protagonismo histórico hayan ensanchado la leyenda de su belleza. 

                                                                                            Isabel de Wittelsbach (Sissi)

Ya en la cárcel, imbuido de celebridad por su magnicidio, Lucheni recorre en tren de escritura y memoria los 12 años que van hasta 1910, año de su suicidio por ahorcamiento en la celda. Leyendo su testimonio, tengo la sensación de que escribió más para entenderse que para justificarse. Una porción de las razones que lo llevaron a matar se encuentra sugestivamente en el enorme espacio que ocupa su niñez en estas páginas: “Jamás podré olvidar mi infancia ¿Quién se arrepentirá de los males que en ella sufrí?” Tempranamente abandonado por sus padres -a los que ni siquiera conoció- Lucheni creció en el hospicio. Un programa de la alcaldía de Parma subvencionaba a las familias que llevaban a uno de estos niños a su casa. Era tal la pobreza que generalmente el verdadero móvil de la adopción era la percepción de esas sumas. Así fue como Lucheni convivió pocos años con el matrimonio Monici hasta que sus gastos comenzaron a resultar más onerosos que el subsidio. Lucheni narra el día en que lo devolvieron al orfanato: “fue llorando mucho que hice el trayecto de una hora que nos separaba del hospicio. Yo era pequeño, pero me daba cuenta que una vez que entrara allí, los Monici, que hasta entonces respondían a mis llamadas de mamá y papá, ya no estarían para responderme” Sin embargo, aquel doloroso regreso a la institución sería aún preferible al próximo egreso. Un tal Nicosi, proveniente de una aldea cercana, fue a buscarlo. Mucho más necesitado que los Monici, Lucheni lloró de solo verlo. Enseguida entendió que pasaría a una indigencia todavía mayor. Su nueva cama fue una manta sobre el piso de tierra y su cena un cascote de polenta difícil de triturar con los dientes. Tuvo que añorar incluso un hábito del hospicio donde al menos una vez por semana le sacaban la única camisa para lavarla. No volvió a sentir el olor a jabón. Rápidamente, Nicosi ubicó al pequeño Luigi en una granja a cambio de porciones de maíz. Para incrementar el subsidio percibido, lo puso también en el colegio sometiéndolo al infierno adicional de la discriminación. “Cacemos al bastardo” fue el recibimiento de sus compañeros. Poblado de liendres por las condiciones en que vivía, no le alcanzaba el tiempo para quitárselas antes de entrar a la escuela y ser señalado también por este motivo. En vano creyó que su suerte cambiaría cuando Nicosi lo colocó de pupilo en la iglesia: “Y quisiera añadir que si, al entrar al servicio del arcipreste yo hubiera tenido algunos principios religiosos, habría estado obligado a olvidarlos”. Un ritual del cura, que obsequiaba algunos alimentos a su pupilo para las navidades, asomaba como una diferencia a favor, pero Lucheni comprobó pronto lo contrario. Nicosi, que durante el año no se ocupaba en absoluto del niño, lo visitaba en las fiestas para quedarse con esas vituallas. Devuelto una vez más al hospicio, alcanzó la edad de egreso definitivo sin la suerte de padecer una enfermedad o limitación que le permitiera prorrogar su estadía en ese lugar que, si era una mala madre, era una madre al fin. Sufrió sus próximas decepciones en el ejército italiano, donde llegó a destacarse. La sangrienta represión a los obreros de Milán por orden del Rey Umberto I en 1898 terminó de decidirlo a pergeñar una resonante venganza.  

Luego de saber esto, se podría incluso inferir que Lucheni es coherente con su justificado odio si la emperatriz a la que decide matar es aquel personaje pueril y fantasioso que han alimentado algunas de las versiones. Pero cuando su víctima es una Sissi más real y profana, el infortunio de Lucheni crece hasta debilitar el efecto de su puñalada. El mismo dirá, después del juicio: “Yo creía haber matado a una persona que vivía en una felicidad insolente”. Aunque en el ánimo, último reducto de lo humano las diferencias sean más complejas, transitar el desencanto en el yate de la reina Victoria o en los versallescos jardines de Schonbrunn no es lo mismo que compartirlo con la miseria de los Nicosi. No le alcanzarían a Sissi los matices personales para eximirla de una vida que constituye en sí misma la afirmación de un orden arbitrario, egoísta y cruel. Podría, en cambio, invocar una inocencia originaria y universal: nadie elige el lugar físico, el tiempo, y la clase social de su nacimiento. Las desproporciones entre la emperatriz y Lucheni superan, además, lo particular. Hubo millones de Luchenis contra una única Sissi. El lector en guardia, cuando filtre esta historia bajo las categorías de la ciencia social o cuando note que la saga de la emperatriz se ha devorado a la de Lucheni casi hasta hacerle perder el rastro, le imputará a la narrativa del caso un carácter burgués e interesado, una continuidad de la injusticia en otro plano. Apuntará con razón que la querella del anarquista italiano es la que corresponde atender y que las páginas o el metraje dedicado a Sissi se agotan en la frivolidad. Pero persiste un problema: La distancia entre Lucheni y todo lo que no tiene es recta y corta mientras que la relación de Sissi con todo lo que tiene es amplia y diversa. Cuando ella, en su tránsito por el Danubio rumbo a Viena para la boda con Francisco José, saludaba desde su camarote forrado en terciopelo púrpura, era vivada a ambas márgenes por miles de campesinos de Austria que agitaban pañuelos y arrojaban flores al vapor imperial. Seguramente, tan pobres como el anarquista. De la fascinación al resentimiento hay un breve paso que Lucheni decidió dar, aunque en cierta soledad. Siguió habiendo muchos más campesinos indigentes que anarquistas conspiradores. Pero él mismo, aunque agraviado por ello, imagina que la felicidad está necesariamente del lado de la abundancia, el lujo y los honores. Y es definitivamente más interesante saber por qué resbala la dicha allí donde debería estar segura, que confirmar el dolor en el lugar donde casi no hay cabida para otra cosa. La perplejidad del imaginario, la falibilidad de lo deseado, agitan más el alma que las certezas llanas. El anarquista que quiso golpear a la monarquía como institución, agitó a la literatura como ejercicio. Buscando una épica apuntaló la poética. La paradoja mayor de esta historia es que si esa muerte era para Lucheni punición y equidad, tal vez para Sissi fuera seducción y promesa. Se lo puede pensar así, repasando estos versos que la emperatriz escribía a escondidas: “Qué rica y joven fui un día / En ilusiones y esperanzas / Creía poseer inmensas fuerzas / Y el mundo se abría ante mí / Viví y amé / Y recorrí el mundo / Más no hallé lo que buscaba”  

 

1-Trilogía cinematográfica “Sissi”, 1955; “Sissi emperatriz”, 1956; “Sissi y su destino”, 1957

2-“Mayerling”, 1968, de Terence Young

3-“Corsage”, 2022, de Marie Kreutzer

 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *