Por Román Ganuza

Aballay, en la película de Fernando Spiner, es “el hombre sin miedo”. Así se subtitula porque se trata de alguien que en un momento debe confrontar con su reflejo total. Jefe de una banda que asalta los caminos, a diferencia de sus secuaces, él es quien alcanza a verse en una contingencia de sino culminante, donde se desborda su historia personal. Primero gaucho malo y luego gaucho santo, Aballay, una criatura concebida por las entrañas de la tierra, lleva consigo las dos puntas del mismo camino. Asaltante y anacoreta, asesino y curador. Humano de la manera más amplia, en su saga se resuelve la fatigada puja entre brutalidad y sensibilidad. Como personaje literario en este cuento original de Antonio Di Benedetto adaptado al cine, el gaucho que repta su suerte entre los cerros tucumanos, salta de la planicie narrativa al misterio espectral. Del violento y explícito primer plano a la metonimia fugaz. Y tanto en el mecánico bandidaje como en el mistérico vuelco, su fusión con el paisaje se ahonda y se justifica. Como si Aballay pudiera leer su propia cifra en la detallada inmensidad tucumana: espina y piedra, sangre reseca de sol, polvo y caballo, frescor del arroyo, alivio de luna y hierba redentora. A Aballay había que contarlo con imágenes intensas, con símbolos vivientes, con escasas palabras. Había que pintarlo con la fiera luz del día y la punzante profundidad del espacio. Había que capturar su alquimia en una sola y definitiva mirada. Una mirada de niño que teme y acusa. La mirada postrera del crimen, los ojos del hijo que vieron como Aballay degollaba a su padre. Esa mirada escondida en la carreta asaltada testimonia en clave muda al horror, lo vuelve hegemónico e irrebatible. Es el espejo que tal vez lo aguardaba a Aballay desde la primera de sus andanzas. Es su destino resuelto y revelado en el extremo de la pulsión criminal.  Y esa mirada es suficiente para el gaucho malo porque parece más propio de un Dios familiar al universo de Aballlay esto de andar al acecho -tal como lo quería Borges- en lugar de la existencia arrogante con que algunos lo coagulan. Entonces Aballay puede asumir un flagelo religioso a la altura de su azarosa vida. Un tipo de santidad rústica y empecinada se abre paso bajo la forma de la errancia y la lejanía. El bien se espanta entre el bullicio de los hombres, se esfuma. La crueldad, la estulticia, y el morbo del poder, sepultan a la conciencia. Aballay se aleja para dejar de ser. Se aísla para poder cuidar a los otros. Se vuelve cristiano sin jefaturas ni artificios. Sin sacramento alguno, se hace la confesión más grande y revolucionaria. Se inunda de culpa para escuchar el dolor, se abre y se completa. Traza su nuevo ciclo sin ambiciones, se oculta, rehúye la adoración popular. Hace milagros accesorios porque él mismo retiene el milagro principal que es el reconocimiento de sus posibles. Aballay es la empatía experimentada como hallazgo y como sorpresa. Es el quiebre de la vida vulgar.

Julián Erralde (Nazareno Casero) es un hombre joven modelado tempranamente por la venganza. Le tocó ver como Aballay mataba a su padre con un cuchillo. Los años lo acercan a uno de los secuaces más horrendos del asesino, el despiadado Torres (Luis Ziembrowski). Este a su vez lo conducirá hasta el perdido poblado del norte donde está el tercer perpetrador, “El Muerto” (Claudio Rissi). “El Muerto” revista como Juez de Paz por una de esas fintas nacionales que celebran el despojo confiriéndole rango institucional. En el camino de la vindicta -ya de por si complejo- Erralde se cruza con Juana (Moro Anghileri), una belleza tan austera como poderosa y una referencia que, si suma en su trayecto una nota solidaria, también incrementa la peligrosidad de su empresa. Juana, sexualmente esclavizada por “El Muerto”, vendida por su propio padre, es también para Erralde el deseo. La tensión se vuelve suprema para él: uno de los verdugos de su padre es ahora también el sistemático abusador de Juana. La justicia que el joven viene procurando empieza a teñirse de social sin ceder nunca su itinerario de aventura. La presencia de Juana dibuja ante Erralde el otro reflejo de Aballay, el de su redención y su mito. Está en el aire y en el fetiche, en las dulces molduras de madera, en las velas que el paisanaje le enciende en mimados rincones de la montaña. La leyenda agita su culto como un signo tutelar animando la retaceada sonrisa de Juana. El Aballay redimido es esperanza en la oscuridad. Pero también es incógnita, especialmente para Erralde que no imagina la conversión del perpetrador. Esta danza narrativa entre lo épico y lo místico, le otorga a “Aballay, el hombre sin miedo” todas las condiciones para el esplendor dramático y visual. Es tan rico en matices que está casi condenado a enriquecer su propio tratamiento, pero se expone a la amputación si no cae en las mejores manos. Por eso el segundo milagro de Aballay es el de Fernando Spiner, el inspirado director de una película que le reintegra al cine argentino sus horas doradas.

Efectivamente, tendré que buscar allá entre los prodigios de Carlos Hugo Christensen, Lucas Demare, Mario Soffici o el heroico Hugo del Carril, esos tiempos argentinos de un cine total, sin complejos ni mandatos. O en las bisagras caudalosas de Torre Nilsson y Leonardo Favio. En la altura técnica de Tinayre o de Fregonese. Lo que importa es que Spiner con su Aballay me devolvió la experiencia eufórica de ver cine, ese candor primigenio de la cámara cuando se entrega a su objeto sin pretensiones, cuando deja hablar a la naturaleza y a los rostros, cuando la mediación técnica sabe seducir. Tuve en el norte filmado por Spiner, las anchuras infinitas y los planos detalle dialogando en el idioma de un John Ford o un Anthonny Mann. Tuve el ahogado suspenso de “La Diligencia”, los giros de “Liberty Valance” y las alegorías de los “7 magníficos”. Respiré en los destellos herméticos de Aballay al Nazareno de Favio, y en el sincero andar de su personaje al monumental “Moreira”. Ví la poesía cuando el director juega a enfoque y desenfoque en esos planos de Juana y Julián en los que el erotismo se alimenta lentamente de silencio crepuscular con los rostros entregados al fuera de campo. Me llené de dudas cuando quise pensarlo a Aballay como un “western” vernáculo, porque también recibí claras resonancias del Fierro y del Facundo. Y en el discurso hipócrita del autoritarismo más despiadado y perverso -a cargo de “El Muerto”- sentí el eco exacto de nuestro pasado reciente. De modo que lo que he visto en Aballay es un “southern”. 

Como espectador, como percepción entrenada y expectante bajo la costumbre de consumir cine, reviví la magia de lo existente cuando ha sido vertido con transparencia al formato de la imagen. El trabajo de Spiner se decide en ese mal nominado realismo que, pese a su aparente fidelidad, es capaz de prendar al objeto con una luminosidad superior a su ser inmediato. Esa ampliación, reducción, filtrado o esa cuidada manipulación gramática que espiritualiza lo tenido por material, deja fluir a la belleza. La honestidad visual de Spiner se alimenta subsidiariamente en el contraste dramático de un reparto sabiamente diseñado. Cedrón le aporta una nota de rara nobleza y seriedad al Aballay cuchillero. Rissi, infalible, concentra en sí la más rica encarnación de lo oscuro en “El Muerto”; Ziembrowski (Torres) enhebra un personaje que deviene siniestro en su incurable chatura; Casero (Julián Erralde) construye un buscador solitario que se hace valiente en la exacta proporción de su desamparo. Gabriel Goity regala al predicador oportuno y embriagado que inspira en Aballay el camino radicalizado y oriental de los estilitas. Pero el punto mayor es la cautivante Moro Anghileri (Juana), quien derrama una dulzura soterrada y atenta, un personaje que crece con asombrosa naturalidad en la pausa, en la nocturnidad, en el descanso que le sigue al sometimiento. Tremendo trabajo de la actriz. Solo me faltaría disculparme con Spiner y su gente por conocer esta maravilla 12 años después de su alumbramiento. Y transitivamente con el posible lector precedente ante un escriba que pretende hablar de cine lastrado por semejante omisión. Volví a ser feliz frente a la pantalla. Volví a recordar que el cine local lo puede todo si se lo apoya. Volví a enterarme de que el interior argentino guarda -como un tesoro escondido- los mejores insumos que la fotografía de una narración pueda necesitar. Con este énfasis quise contar este visionado en el que el cine argentino me satisfizo plenamente entregando la que a mi entender, es una de las más logradas obras de su historia. 

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