Por Roman Ganuza
Es fácil enumerar aciertos en la filmografía de Robert Aldrich: ¿Qué fue de Baby Jane?, (1962), por ejemplo, donde explota una temática saludablemente habilitada desde Sunset Boulevard (1950) por Billy Wilder: el ocaso de las grandes estrellas del cine (se conjeturó que el insumo de este thriller incluía la truculenta historia de rivalidad entre las hermanas Olivia de Havilland y Joan Fontaine). Con el éxito como combustible, Aldrich retomó el género apenas dos años después repitiendo a una de sus protagonistas centrales -Bette Davis- en Canción de Cuna para un Cadáver, de 1964. Tampoco desperdició resonancias de Vértigo (1958) de Hitchcock, para una película en la que Kim Novak, casualmente, vuelve a construir un doble de sí misma (La Leyenda de Lylah Clare, de 1968). Entre más de 30 producciones suyas desde 1931 hasta 1981, le corresponde todo el crédito por Los Doce del Patíbulo de 1967, de gran suceso. Pero también aquí, no tarda en asomarse otro reciclado típico de su dinámica. En Comando en el mar de la China de 1970, regresa el tema del pintoresco pelotón expuesto a una misión suicida en medio de la segunda guerra mundial. Como puede verse -y para dicha de los consumidores de cine- el hombre fue un maravilloso oportunista. En alguna de estas series temáticas de Aldrich el actor Burt Lancaster resultó afortunado. Ocupó sucesivamente los laterales opuestos de un mismo asunto. En 1954 interpretó en Apache a uno de los últimos jefes indios, el joven Massai, aquel indeleble nativo de ojos celestes. Dos décadas después no se perdió el protagónico de Ulzana´s Raid donde se transforma en perseguidor y cazador de apaches. Esta última película es el objeto del presente comentario.
Por lo que alcancé a leer, el legendario jefe apache Ulzana (Jolsanny, enterrado en 1909 como Ol Sanny) fue capaz de recorrer 1900 km a caballo, asesinando en el trayecto a 38 personas, sin sufrir una sola baja entre el reducido grupo de 10 hombres que lo acompañaban. Protagonizó un célebre asalto a la reserva de Fort Apache y regresó a su refugio de montaña con 250 caballos robados a los enemigos. El astuto Robert Aldrich, en base a un guion de Alan Sharp, filma en 1972 la conocida Ulzana´s Raid que vuelvo a ver en estos días. Con fines comerciales, se le degrada en su tiempo el título y nos llega como La Venganza de Ulzana. La palabra raid parece más apropiada que venganza, según lo que el argumento desarrolla. Pero mi mayor sorpresa durante la visión de la película es el arriesgado recurso a la táctica como tópico, y como importante factor narrativo en su construcción. Lo cual me confirma aquella idea de que una obra de arte es una visión del mundo expresada desde determinado temperamento.
Astucia y cálculo perfilan a Aldrich. Este western relata la persecución de una patrulla del ejército norteamericano a un jefe apache en fuga. Estamos en Arizona entre 1880 y 1890. Tres personajes son jugosamente aprovechados por el director para imprimirle giros a la aventura. Tengo en Burt Lancaster -ya veterano- al explorador McIntosh. Bruce Davison es el muy joven teniente Garnett De Buin. El tercero está a cargo de Jorge Luke, y su personaje es Kenitay, un rastreador apache al servicio del ejército. Lo notable de este diseño es que los personajes gravitan en un orden inverso al que ocupan en la pantalla. Obviamente, McIntosh es el más visible, lo sigue el teniente De Buin y Kenitay es el más rezagado, aunque va a ir creciendo en importancia.
Aldrich apuesta a dos planos de conflicto. Uno material, la persecución de Ulzana, con sus adversidades y soluciones. El segundo –no menos interesante- es de tipo cultural y psicológico y pinta desplazamientos en la relación entre los tres protagonistas. De Buin, en su primera y peligrosa misión militar al mando, se apoya en la experiencia de McIntosh a sugerencia de sus superiores. Y McIntosh cuenta con los servicios del silencioso Kenitay. Ulzana les lleva algunas horas de ventaja y avanza hacia el desierto haciendo estragos. Incendia las granjas y mata a sus colonos. De Buin llega tarde al desastre. Contrariando su costumbre, Ulzana deja siempre un colono vivo para que De Buin pierda soldados haciendo escoltar al sobreviviente de regreso al fuerte. McIntosh le advierte la jugada y el joven oficial acepta su lectura al precio de ir resignando autoridad. Aldrich exprime el recurso al acampe en la noche limpia, el fuego y el café para la apertura confidencial. Pero también utiliza esta instancia para provocar interesantes reacomodamientos. Toma al joven De Buin para hacer crujir la unidad y la armonía en la brava empresa de cazar al habilísimo jefe tribal.
De Buin tiene a mano una Biblia y cita permanentemente a su padre que es pastor. Los destellos del fuego del vivac se reflejan en su rostro rubio y empecinado. La confianza en la palabra evangélica se ha ido debilitando frente a las atrocidades de Ulzana. El modo de matar de este jefe es en extremo cruel y le muestran a De Buin un rasgo humano que no está contemplado en su teología. Perturbado, le pregunta a Kenitay si él, por su condición de apache, cometería horrores similares. Para su decepción, el rastreador le confirma que sí. Cree, como todos los de su tribu, que el hombre muerto transfiere su “energía” al victimario (Flojo incentivo para la piedad). Si fuera poco, le pregunta a McIntosh por su esposa apache. Ahora el sorprendido soy yo. A esta altura me entero de este curioso vínculo del explorador y la inquietante creencia de su ayudante. Todo es táctico aquí. Aldrich suma otra rendidora sorpresa: el poder es transitivo. De Buin se venía apoyando en McIntosh, pero este le aclara -en plena campaña- que él a su vez depende de los precisos dictámenes de Kenitay. Naturalmente, la desconfianza empieza a crecer en De Buin y Aldrich logra que se extienda a quienes veamos esto. El radicalismo religioso del inexperto oficial va tomando otro cariz: se torna odio al nativo. De Buin está zozobrando internamente. McIntosh le avisa que odiar no es buena receta para lo que deben hacer. Aldrich se adueña así de nuestra expectativa. De ahora en más, la traición y la lealtad son igualmente esperables.
Plantada esta grieta dentro del trio protagónico, la película pisa su punto nodal. La patrulla se detiene en un monte junto a un arroyo, donde el arenoso suelo delata mejor las huellas del fugitivo. Kenitay revisa con mucha atención. McIntosh intuye algo. De Buin incrementa la suspicacia que venía acunando y es quien pregunta. Kenitay le responde con firmeza: Ulzana lo está engañando. Uno o dos apaches marchan delante de ellos con la tropilla de caballos, pero sin los jinetes. El resto de los apaches vienen detrás a pie apostando a cansarlos a medida que se internen en el inminente desierto. Están atrapados. No hay forma de saber si Ulzana está adelante o detrás. Si regresan lo pueden perder, y adelante los espera la derrota a manos de un terreno despiadado.
En este punto se luce la maestría de Aldrich. Propone una figura abstracta en la escena. Cuando la situación de los perseguidores es más vulnerable, McIntosh (Burt Lancaster) acredita su jerarquía (y Aldrich elige orientarme a partir de un rustico dibujo bien filmado). El viejo explorador deduce que los caballos volverán a reunirse con la retaguardia mediante un rodeo amplio para no ser advertidos. Es imposible saber si lo harán a la derecha o a la izquierda). Traza en la arena una recta con un palo y puntea las tres posiciones. Dibuja los dos probables arcos de retome a ambos lados de su posición. Sugiere dividir la patrulla y salir en forma perpendicular en ambas direcciones para interceptar los caballos de Ulzana, abortando el reagrupamiento apache. La estrategia es doblemente eficaz. El grafico me explica y justifica de antemano todas las escenas siguientes. Y en la ficción resulta exitoso. La película cierra la enturbiada relación del trio protagonista con una atrevida paradoja: Solo Kenitay, con su pericia apache, logra aquello en lo que fracasan el ejército regular y su avezado asesor.
Robert Aldrich ha recurrido aquí al tratamiento de la perspectiva intencional. Los contendientes estudian y calculan los movimientos ajenos. Los prevén y contrarrestan. No gana necesariamente el que ejecuta mejor los planes concebidos, sino aquel el que es capaz de ver más lejos en la conjetura del movimiento y la intención ajenas. Una persecución de a caballo entre montañas y soles viriles, se convierte en un juego de ajedrez. El western de Aldrich asume esta distinción y le gana sutilmente en interés a otros productos del género que llevan firmas intimidantes.