Por Román Ganuza
Me resistía a ver la serie The Crown porque sospechaba que una vez puesta en pantalla no iba a saber salir. Todo lo inglés me rebota de doble manera: rechazo y atracción, en porciones similares. En eso soy típicamente argentino. Y el tema de la monarquía británica, con su fasto de pretendida excelencia y superioridad, me seduce además por su refracción oscilante entre lo majestuoso y lo ridículo. Faisanes, caballos, siervos. Castillos. Balmoral, Sandrigham, Buckingham. Tentador. Los elefantiásicos Rolls Royce negros con guardabarros plateados. El pintoresco Aston Martín descapotable de Carlos. Los dos Jaguar, el Sovereign de ceremonial, azul opaco o bordó metalizado, y el incisivo XJS de 12 cilindros en V que conducía Diana. Irresistible. Ya esclavizado sin remedio por The Crown -que devoré sin pausa- fui descubriendo un guion que, más allá del probable mandato inicial tendiente al rescate de la institución monárquica, tiene la suficiente distancia y equilibrio en el tratamiento de personajes y relaciones como para abrir una diversidad de lecturas. Se me ha ocurrido una.
El poeta Wystan Auden distinguía dos formas entre las grandes agrupaciones humanas: Pueden ser una sociedad o una comunidad. La sociedad organiza el acuerdo entre los intereses personales de sus miembros. En cambio, lo que caracteriza a una comunidad es que todos sus miembros tributan a una instancia o valor común y superior a cada uno de ellos. Dominada por el imperativo de la productividad y la rentabilidad, la sociedad moderna no regala hitos de pertenencia. Un rey, o en este caso una reina, pueden simular la calidez de la comunidad en la aspereza de la sociedad. El guionista de The Crown (Netflix) supo encontrar ese itinerario en el que la monarquía inglesa, tratando de salvaguardar la función simbólica que la justifica, se enreda en una paradoja sin salida. Aquello que debe preservar y cuya incómoda reunión debe representar -y de ser posible garantizar- es un andamiaje genéticamente adverso a su propia supervivencia. Las vicisitudes de la Reina Isabel II entre los 80 y 90 del siglo XX, son el segmento de la serie que me resultó más rico y medular. Dos mujeres, a ambos lados de la reina, representan dos modos de horadar la monarquía como significante. La tortuosa primer ministra Margaret Thatcher, la “Dama de Hierro” y la afamada princesa de Gales, “Lady Di”. La primera pone en jaque las más caras tradiciones inglesas desde el lugar menos pensado; la segunda ofrece el material para un sensacionalismo desbocado que no repara en daños. Voy por partes (sin británica ironía).
La virulenta fase neoliberal de los 80, que encarnó Margaret Thatcher, contiene lo necesario para descentrar a sus beneficiarios del mismo convenio que los alimentó para crecer. Políticamente, apuesta a la adhesión de los “no expulsados” (en su versión colonial llega al oxímoron de que “la justicia social es injusta”) o en el candor de quienes aguardan ser invitados a la fiesta. Este discurso no necesita la alucinación comunitaria, y si a su plan económico le está sobrando gente, a su estética darwiniana quizá le está sobrando la monarquía. Frente a Thatcher, la reina es un romántico personaje de David Lean encabezando una realidad social reconocible en películas de Ken Loach. El guión toca su cumbre en el encuentro entre la reina y la primera ministra con motivo de las preocupaciones por la desocupación y la exclusión. Interpelada en este sentido, Thatcher veta con acertada ironía la autoridad de Isabel para hablar de pobreza. Le recuerda que ella es hija de un verdulero que no podía depender del Estado. No menos hábil, la reina le opone que no todos los ciudadanos son tan “extraordinarios como el padre de la primera ministra” y en clave insólitamente populista le recuerda que su obligación es velar por todos sus súbditos y no solamente por los “exitosos”. Brilla en el intercambio la extrapolación insoluble que dibujan ambas mujeres. La crueldad de Thatcher -que conocimos en su rango criminal- se legitima por su procedencia social. La hija del verdulero cree que es sano para la economía dejar gente en la calle, mientras la reina ensaya un estatismo tardío y extemporáneo dada su historia de elitismo y privilegio. Thatcher tiene para lo social la dureza y el desapego que Isabel exhibe para lo familiar. Son temperamentos similares aplicados a terrenos diferentes.
En el conflicto por las sanciones a la Sudáfrica de los 90, la tensión se vuelve transparente. El Commonwealth, esa liga despareja de naciones bajo el imperio británico pide por unanimidad la condena del “apartheid”. La reina necesita ese documento político para que todos esos “hijos”, entre los que abundan razas diversas, no se sientan abandonados por la corona en un punto tan sensible. Pero Thatcher privilegia el comercio bilateral con Sudáfrica y descree de esa farsa internacional que reúne, según sus propias palabras, a “líderes tribales exóticamente vestidos”. Afinada, la soberana le contesta que ella misma se reconoce en esa despectiva definición. Practicismo seco y tradición paternalista colisionan aquí confirmando que no hay peor astilla que la del propio palo. Thatcher proviene de la cepa política largamente apadrinada por Buckingham, el conservadurismo. Lo que la líder política representa es una amenaza mucho más seria para la corona que la iconoclastia meramente declarativa de laboristas arribados alguna vez a Downing Street como Harold Wilson.
En el otro lateral del vertiginoso pulso contemporáneo, la monarquía padece la demagogia mediática que trajo a sus vidas la impredecible señorita Spencer. Su popularidad, basada en parte en una inusual exposición pública de su desdicha sentimental y en parte en sus lanzados actos de proximidad con la gente, conduce al mayor equívoco posible dentro de la casa de Windsor y del pueblo inglés. La fácil divinización de la princesa de Gales -a la que ella misma contribuye con gusto- consigue que se la adore precisamente por su inadecuación al papel que se había comprometido a jugar. El mito de Spencer -mitad hada rubia lastimada y mitad “top model” de Chanel- postula al querer por encima del deber, lo cual sería plausible en cualquier otro lugar, menos el que ella ocupa por una decisión libremente tomada y a favor de una buena cuota de ambición personal. La princesa que toma la mano de gordas señoras y abraza en New York a niños afrodescendientes afectados de sida, la que baila sorpresivamente en un escenario y hace muecas que relegan a su esposo, encarna inconscientemente la suerte terminal de un símbolo. Lo suyo no es una modernización o sensibilización sino un drama irresoluble: lo que la gente aplaude en ella es que la monarquía aparente dejar de serlo. Por eso los reporteros no se cansan de documentar entre el público que Diana es “como cualquiera de nosotros”, lo cual es esencialmente falso.
En el intercambio de infidelidades del joven matrimonio real, solo es Carlos quien obtiene la desaprobación popular. La multiplicación de la sensiblería lleva a la demonización de su verdadera pareja, Camilla Parker Bowles, y el consecuente e innecesario desgaste de la figura del príncipe heredero. Diana Spencer no entiende la función de la monarquía. Profana con ligereza el semblante intemporal e inconmovible que sus miembros procuran sostener en el plano simbólico. Para eso se les paga y muy bien. Pero es probable que Diana, sin saberlo, también sea la otra asta de la pinza tendida por una coyuntura histórica y que su acción estérilmente desmitificadora concurra justo en el momento en que una antigua ficción está agotando su eficacia. De ser el caso, las responsabilidades son débiles y difusas: Una dinastía naufraga en la dinámica global que arrasa con las naciones y los estados. volviendo inocuos su historia, corpus cultural y sus rituales mayores. Desde luego, también se puede ver The Crown por su fastuosa puesta en escena, su despliegue fotográfico de jerarquía, por su elenco de excelencia, y por su valioso caudal informativo. Pero el cultivado lujo ornado de leones en trama dorada y alfombras de empecinado rojo oscuro, no es un insumo cinematográfico más atractivo que la crisis y la agonía de una institución que ha sobrevivido a los tiempos.
Muy interesante Roman, sobretodo por la vigencia de estas monarquías con un primer ministro . Mucho falta a estas democracias corruptas aprender. Tan solo ver la visión de los filósofos sobre este tema así también, como los romanos . Mezclo todo, también algo del contrato social y la deuda de los políticos para dar respuestas que velen por los cuidadanos y no sus intereses personales.
La figura de la reina aunque decorativa, tiene su lugar de unidad y lealtad. Aquí no hay lealtad y menos unidad.
Abrazo grande
Hola, perdón por la demora, recién lo veo. Muchas Gracias por leer y comentar !!!