Por Román Ganuza
Me emociona una foto de 1961 en blanco y negro. Pleno día, pleno sol, con las montañas de fondo. Toshiro Mifune abraza a dos mujeres mexicanas de rasgo indígena. Ellas, a ambos lados del actor, lucen sus interminables trenzas de pelo negro. Toshiro parece feliz y las mujeres también. El notable actor japonés ostenta una sonrisa franca y creíble. Sugiere un gusto inteligente por la informalidad. Afirmó en una entrevista de la época a un medio local que deseaba conocer el México que admiraba. Por ello desistió otras ofertas. Dijo también que el director mexicano Ismael Rodríguez Ruelas lo convenció fácilmente cuando le propuso el personaje de “Animas Trujano”. Ninguno de los dos imaginó que ese trabajo obtendría el Globo de Oro y la nominación al Oscar como mejor película extranjera en ese mismo año de 1961.
Dan gusto los créditos de una película mexicana de la época. Me anuncian que lo que voy a ver es un “cinedrama”. No imagino una palabra más precisa. Efectivamente “Animas Trujano” es un drama. Es un hombre encerrado en el resentimiento, la pobreza, el alcohol y la brutalidad. Pero este drama se inscribe dentro de una tensión cultural más que interesante. La principal herida en el orgullo de Trujano, es no alcanzar nunca un muy preciado lugar en las fiestas patronales de su pueblo: Mayordomo de la Santa Cruz.
Confirmo en textos históricos y antropológicos que esta distinción engrosa el colorido universo alumbrado por la mixtura entre lo nativo y lo colonial. Tradiciones originarias se acoplan al culto católico y este lo asimila con rara plasticidad. Hasta los nombres de ciertos pueblos revelan la convergencia: Santa Ana Tlacotenco o Santiago Tzapotitlan, solo por citar dos ejemplos. Si México es mayormente católico, en Oaxaca el porcentaje de adherentes se aproxima -todavía hoy- al 100% de la población. Resulta que las mayordomías interpretan un orden anterior al desembarco español. Resignifican una especie de autoridad civil que entre los mayas intervenía incluso como factor de equilibrio en la distribución de riqueza. En su adopción colonial, el mayordomo se distingue del sacerdote, pero depende del orden religioso porque es el designado para conducir la organización total de las celebraciones católicas denominadas “fiestas de guardar”. Parece una solución inteligente para preservar un instituto proveniente de la tradición nativa sin que colisione con la jerarquía religiosa advenida. Con el paso del tiempo y la total adecuación de esta fórmula a la liturgia romana, el rol mantuvo una enorme importancia social. Durante largos días de fiesta, el mayordomo es la figura civil más importante de la ciudad.
La película no elude las dos caras de este matrimonio intercultural. Del lado positivo se lo anota como factor de cohesión y pertenencia comunitaria. Aquí iguala. Como negativo, la preferencia que suelen recibir para esta distinción los miembros más ricos del pueblo. Aquí divide. Trujano hunde su herida personal en esta última. Desea como ninguna otra cosa lucir alguna vez los oropeles de la mayordomía, ser por unos días “el hombre importante” (subtitulo de la película). Pero entre su pobreza y su belicoso orgullo, Animas sabe bien que no será el elegido. Se le reprueba su vagancia y su reticencia a la productividad. Aquí el director Ismael Rodríguez oscila entre distintas connotaciones de la relación con el trabajo. La mujer de Trujano, interpretada por aquella notable y bella actriz mexicana, Columba Domínguez, encarna la fe en los frutos del esfuerzo. Pero la brillante cámara de Gabriel Figueroa –infaltable en la filmografía de otros grandes directores de México- me muestra con sombría belleza a las mujeres descalzas apisonando hojas para una fábrica de tequila como si fueran mulas. No faltan el violento capataz y el hijo del propietario sexualmente abusador. Cuando Trujano reniega sonoramente del mérito laboral, suelta una frase de doble resonancia: “¡Mujer, enséñales a mis hijos a mandar, no a obedecer!” El personaje invita a pensar su proclama como el pretexto de alguien renuente al sacrificio diario, pero distintas escenas de la película habilitan otra lectura.
Volviendo a Mifune, su mexicanización es asombrosa. Bastó agregarle una bajada del bigote hacia las comisuras de la boca, colocarle sandalias y un sombrero. Integrante casi indispensable en los elencos de Akira Kurosawa, el actor recordó en ese mismo reportaje que “Los siete samuráis” de 1954 iban a ser seis en principio. Kurosawa advirtió que faltaba un miembro hilarante para romper la solemnidad del sexteto guerrero. Lo eligió para ese papel y le dio amplia libertad para elaborarlo. El resultado fue el inolvidable Kikuchiyo, el séptimo, el torpe, inexperto y risible. Lejos en el tiempo y el espacio, comparte algo con Animas Trujano: la frustración. Se diferencian en el estilo -Animas no es gracioso- pero ambos se resienten y se vuelven hostiles por no poder alcanzar un grado mayor de prestigio en sus respectivas comunidades. Uno quiere ser Samurai y el otro Mayordomo.
Mifune transita la elipse de un personaje que narrativamente tiende a condensar centralidad y avanzar sin matices sobre su propia definición. Colérico, borracho, ludópata, y déspota familiar, el director Ismael Rodríguez lo lleva progresivamente hacia una imprevista y casi compulsiva redención. De modo vil, Trujano alcanza un día el sueño de ser “el hombre importante” (Mayordomo) solo para confirmar que se lo sigue discriminando detrás del forzado respeto a esa investidura transitoria. Su herida sangra más en el momento menos esperado. Pero una repentina tragedia le da la oportunidad de cobrar en forma genuina la tan anhelada centralidad. Quedará sin resolver si fue un demorado brote de generosidad u otro acto subordinado a su doliente necesidad de ser reconocido. En cualquiera de los casos, la película es un implacable dibujo de la postergación social. El actor japonés impacta con su despliegue al servicio de la idea general de la obra. La presencia de Mifune en una película dirigida, actuada y producida por mexicanos jalona un hecho artístico notorio por lo inusual y lo curioso, pero que solo afecta a lo anecdótico. En la pantalla, el famoso samurái fue un Trujano irrefutable
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