Por Román Ganuza
Un año antes, en 1966, la amenaza ya estaba a la vista. Un pequeño roedor había salido a burlarse de los leones. Hasta entonces, el Turismo de Carretera solo había conocido dos marcas campeonas: Ford y Chevrolet, en ese orden. Pero algunas libertades reglamentarias que se sancionaron aquel año, fueron bien aprovechadas por un ingeniero joven de gran talento. Así fue como nació el “ratón escandaloso”, un audaz invento de Oreste Berta en base al simpático Renault Gordini. Con la mitad de la potencia que sus rivales, pero también con la mitad -o menos- del peso, el intruso blanco -que no llevaba publicidad en las puertas porque nadie apostaba por él- tuvo en el espejo retrovisor a las populares y añosas “cupecitas”. Muy atrevido, el ratón fue desactivado con un rápido giro reglamentario tendiente a preservar el honor de la guardia vieja. Pero algo había empezado a tambalear en el mundo del TC. Le tocó al año siguiente, el de 1967, asistir al quiebre final de las hegemonías. De la mano del propio Oreste Berta, Ika Renault puso en pista a su flamante criatura comercial, el Torino 380 W. Tres unidades oficiales salieron a disputar la temporada desde la primera carrera en San Pedro, que ganó el cordobés Héctor Luis Gradassi, conmoviendo un campeonato que finalmente quedaría para su compañero de equipo, el sanjuanino Eduardo Copello. El temblor fue grande. Valga decir que, a diferencia del presente, en aquellos tiempos la importancia publicitaria de las carreras era mucho más gravitante dado que se competía con los autos de uso vigente, los mismos que andaban por las calles o lucían en las amplias vitrinas de los concesionarios enamorando a los soñadores: El fidelísimo Ford Falcón, el rectilíneo Chevrolet 400 y el Torino, ese protagonista nuevo e irreverente.
El ratón escandaloso en 1967
Ford, con su larga tradición de triunfos en la categoría no podía permitir que se asaltara tan fácilmente su liderazgo. Bajo presión, impulsó la construcción de un prototipo que mejore en peso y en aerodinamia a los veteranos defensores del ovalo. Como para ponerle un acento a la naciente rivalidad con los Torino, el convocado fue Horacio Steven, un ingeniero que hasta el año anterior había trabajado en competición justamente para Ika Renault. El producto resultante fue el denominado Prototipo Ford F-100 (foto de portada), un auto seducido por la tragedia. El primero en comprobarlo fue Atilio Viale del Carril, el 17 de agosto de 1967, en el autódromo de Buenos Aires. Según su propio relato, en la vuelta 4, en el curvón de Ascari, todavía con los tanques de combustible llenos “…mi coche se va, toco el pasto, y me voy contra el alambrado. El coche se clava, le pega y hace cuatro vueltas hasta que cae, con las ruedas para arriba, yo quedo colgado, con arneses, no con cinturones. Se producen chispas y ahí se prende, porque se vuelca la nafta y me baña. Yo dije: ‘Acá me muero’. Por el fuego que había, aspiro profundo y me quemo. Ahí paro. Cuando toco acá y noto que está más fresco, porque la puerta se había salido, me saco el arnés en fracción de segundos y me tiro. Y salí prendido fuego” … Viale sufrió quemaduras en casi la mitad de su cuerpo, estuvo cinco meses internado y casi por milagro no le amputaron ambas piernas. No pudo volver a correr y le quedaron secuelas, pero 53 años después, todavía lo puede contar. No fue así para su joven acompañante, José “Pepito” Giménez, quien, desmayado por el fuerte golpe, quedó envuelto en las llamas y murió pocas horas después en el hospital producto de las graves quemaduras.
1967, Viale del Carril escapa del Prototipo en llamas
El accidente de Viale del Carril echó fuertes dudas sobre la gobernabilidad del Prototipo Ford F-100. Por disciplina profesional, un compañero de equipo, el cordobés adoptivo Oscar Cabalén, desafió los cuestionamientos. El 25 de agosto, ocho días después del accidente, salió a probar el auto en el circuito de la siderurgia Somisa en Ramallo. Algunas reseñas insisten en que fue una imprudencia porque camiones de la empresa circulaban en ese momento por el trazado. Horacio Pedernera, el acompañante habitual de Cabalén, se bajó del prototipo para llevar una prenda del piloto a su auto particular. Al volver, se encontró con que Luis Arnaiz, joven integrante del equipo, había subido en su lugar. Arnaiz le había hecho prometer a Cabalén que alguna vez lo llevaría a dar una vuelta. No fue el mejor día para cumplir la promesa. Un rato después, desconsolado frente al prototipo en llamas, Pedernera no dejaba de gritar: “… ¡Ahí tenía que estar Yo! …” De acuerdo a la versión más consolidada, Cabalén, a 250 kilómetros por hora, se habría encontrado con un camión de Vialidad y en su intento por mantener el auto en el asfalto, habría ido a la banquina, dando varios tumbos hasta chocar con un montículo de tierra, momento en que estalló el fuego. La conjetura más piadosa es que Cabalén y Arnaiz murieron instantáneamente por el impacto.
1967, restos del auto de Oscar Cabalén en Ramallo
Evocando mi vieja pasión por el automovilismo, especialmente el nacional y dentro de él, el Turismo de Carretera, me pregunto a la distancia si el morbo formaba parte del atractivo que tenía para nosotros aquella actividad cuando era tan peligrosa. Rutas angostas, caminos de tierra, caminos de montaña, barrancos, alcantarillas, rotondas, público mal ubicado. Autos tan veloces como pesados, muy despegados del suelo, neumáticos estrechos. Todo un combo temerario y, sin embargo -o tal vez por ello- apasionante. Al pie de una interesante nota sobre el trágico final de Cabalén, en el portal Visión Auto, el lector Luis Francisco, que demuestra conocer el tema con excelencia, aporta datos importantes. Aquel auto tenía los tanques de nafta en los laterales de la cabina para compensar el peso del motor V8 de Ford. Esto aseguraba un centro de gravedad que disminuyera el denominado “momento de inercia polar”, una tendencia de los objetos en movimiento a mantener su trayectoria, una resistencia a doblar. Los tanques de combustible no tenían elementos sellantes internos como en la actualidad. La más inquietante de sus opiniones es que al funesto auto le faltaba un periodo adecuado de pruebas. Parece muy probable, dentro de aquella premura por alcanzar como sea a las marcas competidoras.
El “Trueno Naranja”, campeón de 1968
Indudablemente, el Prototipo Ford F-100, cuya réplica reciente luce en la foto de portada, tenía bondades que ambas tragedias le impidieron demostrar. Ford lo retiró definitivamente de las carreras, pero el proyecto completo fue adquirido a fines de 1967 por Carlos Alberto Pairetti. El piloto de Arrecifes le cargó un motor más liviano -un Chevrolet de 6 cilindros- lo cual le permitió desplazar el combustible hacia un recipiente ubicado detrás de la butaca, sin perder el centro de gravedad deseado. El auto, que había nacido austeramente azul, se volvió naranja, cambió de escudería y tomó algo de vuelo en la cola. Sus guardabarros se llenaron de publicidad y su boca frontal bordeada de blanco se hizo legendaria. Se había convertido en el popular “Trueno Naranja”, coronando su bella metamorfosis con la obtención del campeonato de 1968. Hace pocos meses, en el museo Fangio de Balcarce, estuve a centímetros de este auto original conducido por Pairetti. Evoqué emotivamente aquel tiempo de ceñida rivalidad observando su silueta armoniosa y llamativa que se volvió icónica en miles de posters y réplicas en escala que lo celebraron. No sabía o no recordaba que en su génesis estaba el polémico invento que en el término de una semana se había llevado tres vidas. Algo de oportuno olvido y mucho de enfermiza ambición. El entusiasmo del público y el coraje de los pilotos le daban al automovilismo de entonces una pátina romántica. La articulación de intereses que martillaba desde la trastienda estaba mejor disimulada que hoy, pero el camino del triunfo publicitario estaba abonado por cuotas de dolor. Viale del Carril -el más afortunado de este cuento- tuvo que traer piel de cerdo desde Inglaterra, pasó por un paro respiratorio, varias infecciones y 42 intervenciones quirúrgicas. Pese a ello, elige no hacer imputaciones: “…era el riesgo de correr en autos en esa época: calavera no chilla…” Un poco épico y un poco irresponsable, así era ese TC en el que perderse una carrera, por televisión o a la vera de la ruta, era un verdadero sacrilegio.