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Por Román Ganuza

                    “Las películas de mi vida” es el reversible título de un libro cuyo autor, en la niñez, solía ver hasta seis veces un mismo film. Aquel fervor alumbrará con el tiempo la dirección de muchas y buenas películas. Pero la necesidad de compartir su pasión lo hizo incursionar en la crítica. Como en un amplio paneo, a este Francois Truffaut rico y diverso, personalmente lo conocí antes como director de cine. Me aproximé a su propia lente en Los cuatrocientos golpes (1959), donde selló con trazo autobiográfico una épica personal. Truffaut, que con aquella película inicia la saga de su alter ego Antoine Doinel (siempre a cargo de jean Pierre Leaud), intentaba sortear el acotado mundo escolar y familiar para abrir las puertas de algo más amplio y probablemente más verdadero. Sus primeros doscientos filmes como espectador transcurrieron en un tiempo robado a la escuela. Su formación fue clandestina e improvisada, pero… ¿habría podido la escuela construir un Truffaut durante aquellas horas birladas?

           “Los cuatrocientos golpes” concluía con el mar como metáfora libertaria. Pero lo que empujaba a Truffaut no era un ímpetu espacial. La llave para abrir nuevas alturas era el modo representativo, aquello tan distinto que el mundo ha sabido darse a través de la más inquieta de sus criaturas. Tal es el horizonte que se le puede reclamar al cine. Para ello es una aventura prohijada involuntariamente por la tecnología, un truco que atrapa momentos para hacerles decir lo que ordinariamente no dicen. No es casual entonces que aquella sentida y primera película estuviera dedicada a la memoria de André Bazin, teórico fundacional en los 50 de la “Nouvelle Vague”. Amigo y visionario, pudo ver en Francois algo más que el incansable visitador de salas. Bazin es quien paga la fianza en algún brete de la vida de Truffaut. En su clásico “Que es el cine” (1958/1962) sostiene que este arte, a diferencia de los precedentes, ha logrado “momificar el cambio”. Si el espacio objetivo ya se había hecho esclavo de la pintura y aún más, de la fotografía, o si la literatura había conseguido ingresar en la naturaleza del tiempo, el nuevo arte, el cine, se mostraba capaz de arrancarle claves enteras a la vida para ofrecernos toda la gramática del mundo.

              Semejante posibilidad reaviva una antigua discusión -que Truffaut no elude- tendiente a establecer si el arte recibe su motivación de la necesidad de imitar la vida o si su valor atiende solo a razones intrínsecas, dejando en un segundo lugar a la objetividad referida. Quizá el arte sustituya a la vida oponiéndole otra que, confeccionada con los mismos materiales, emerge más bella y más perenne.  Si fuese así se confirmaría la sospecha de Bazin, su recurso a la “momificación” en el antiguo sentido egipcio de procurar una perpetuación imaginaria y estilizada. Si ya el sarcófago faraónico con sus vituallas rituales nos informaba la vocación de continuidad, es difícil medir lo que es capaz de revelar la proyección de personas moviéndose y hablándose, amándose o matándose. La voracidad de Truffaut por espiar en esa vida que es potente incluso en la ficción, tendrá su contracara en una turgente creatividad propia. Su pasión nos legará personales monumentos: “La noche americana”, “Besos Robados.”, “Jules et Jim” o “La mujer de al lado”. Fallecido en 1983 con apenas 52 años, es una suerte que haya preparado este texto en 1975, en el que selecciona algunos de sus ejercicios críticos sumándole otros comentarios. Tengo en mi poder la óptima edición de 2015 editada por Cuenco de Plata.

                Si aquellas películas permiten disfrutar al Truffaut director, el libro testimonia lo mejor del crítico de cine. Y la belleza de esas páginas es deudora de un estudioso que jamás resigna al apasionado, al organizador de cineclubes y espectador feliz de serlo. Truffaut escribe fundamentalmente porque disfruta viendo. Sus observaciones están animadas, mayormente, por la admiración. No tengo ese mismo poder para contagiar su entusiasmo, pero no traicionaré al texto si adelanto algunos tópicos y selecciono un par de asertos dignos de atesorar.

            El ardor de Truffaut lo lleva a derramar información. Aprendo, entre otras cosas, que Jean Vigo y Jean Renoir compartían la devoción por Chaplin. Encuentro un agrisado semblante del realizador Jules Dassin, a quien los críticos logran embargarle la satisfacción del reconocimiento. La condición nacional de Truffaut se expresa en la revisión y reivindicación de Autant Lara, Julien Duvivier, Jacques Becker o Albert Lamorisse, quienes ocupan el segmento de los autores postergados por la historia del cine. En cambio, Jean Renoir y Robert Bresson se suben a la cima de sus consideraciones. Esta evocación de predecesores franceses incluye una emotiva expiación por los propios excesos de los comienzos en Cahiers Du Cinema, donde admite haber sido injusto con varios de ellos. Hay capítulos enteros sobre Mankiewicz, Fellini, Preminger, Sirk, y otros. Hay un concienzudo repaso de grandes películas con cuidadosas y sutiles advertencias.

            El autor distingue dos temperamentos fundamentales detrás de la pantalla: “Hay dos clases de cineastas, y lo mismo vale para los pintores y los escritores: los que trabajarían incluso en una isla desierta, sin público; y los que renunciarían argumentando: ¿con que sentido?”  Notoriamente, dos ejemplos -uno de cada clase- merecen su mejor atención: en el primer grupo, el referente emblemático es Roberto Rossellini, de quien tuvo el honor de ser ayudante y amigo. Pero sus consideraciones sobre el creador italiano trascienden la gratitud y nacen de la convicción. En este caso, reconozco aquella impronta por su viva presencia en el autor: “¿Me influenció Rossellini? Sí. Su rigor, su seriedad, su lógica siempre aplacaron un poco mi entusiasmo ingenuo por el cine americano. Rossellini detesta los créditos ingeniosos, las escenas antes de los créditos, los flashbacks y, en general, todo lo decorativo, todo lo que no sirve a la idea del film o el carácter de los personajes”

                  Del otro lado, el elegido es Alfred Hitchcock. Trata su obra en páginas deliciosas que se cierran con una tesis sobre el autor, inspirada por “La ventana indiscreta”. Esta zona del texto, por sí sola, justifica la totalidad del mismo. Como adelanto transcribo este párrafo: “(Hitchcock) es el hombre por el que nos gusta sentirnos odiados”.           

                  Son sorprendentes e iluminadoras las reflexiones de Truffaut sobre la forma de utilizar a los actores por parte de los buenos directores. Esto vale tanto para un Jean Gabin como para una Marilyn Monroe. Subsidiariamente, el autor me deja un rico itinerario de películas caracterizadas. Lo hace con categorías intuitivas y personales, enfatizando lo que admira de cada uno de ellos: las escenas en Elia Kazan, el ritmo en Howard Hawks, la fluidez del relato en Lubitsch y muchas más de sumo provecho para entender lo que he visto o para activar el deseo de ver películas, lo que tal vez fuera el mandato implícito del texto. El interés de sus observaciones alcanza también a quienes quieran participar de la trastienda cinematográfica: “El éxito en la pantalla no resultará forzosamente del buen funcionamiento de nuestro cerebro sino de la armonía entre elementos preexistentes de los que ni siquiera teníamos conciencia: la afortunada fusión del tema elegido y de nuestra naturaleza profunda, la coincidencia imprevisible entre nuestras preocupaciones personales y las del público en ese momento”  (Aquí es inevitable pensar en “Casablanca”)

                   Finalmente, Truffaut no confunde nunca de qué lado está: “… ¿He sido un buen critico? No lo sé, pero estoy seguro de haber estado siempre del lado de los abucheados y en contra de los abucheadores…”. Es ante todo un creador y lo conmueve el esfuerzo de sus colegas, por ello los cuida a la vez que los comenta. Pero también le exige al cine presupuestos que hacen a su autonomía. A propósito de los rechazados por la taquilla, afirma: “Los ejemplos de rechazo categórico, pueden sugerir dos interpretaciones: el cineasta se engaña al creer que su enemigo es el productor, el director de salas o el crítico, en la medida en que ellos desean sinceramente el éxito de esas películas; en ese caso, entonces, el verdadero enemigo de una película sería el público, cuya pasividad es muy dura de vencer. Esta teoría tiene el mérito de no ser demagógica, ya que siempre es fácil halagar al público, ese público misterioso que nadie ha visto jamás, e igualmente fácil acusar a las personas de dinero que aman producir, distribuir y explotar todas las películas de las que se ocupan incluidas las que cité. La segunda interpretación es esta: en la idea misma de espectáculo cinematográfico existe una promesa de placer, una idea de exaltación que contradice el movimiento mismo de la vida, es decir, la pendiente descendente, degradación, envejecimiento y muerte. Resumo y simplifico: El espectáculo es algo que asciende, la vida, algo que desciende; y si se acepta esta visión de las cosas, se dirá que el espectáculo, a diferencia del periodismo, cumple una misión engañosa, pero que los grandes hombres del espectáculo son aquellos que consiguen no caer en la mentira y hacen que el público acepte su verdad, sin negar por ello la ley ascendente del espectáculo. Ellos hacen que se acepte su verdad y su locura, pues no hay que olvidar que un artista debe imponer su locura particular a auditorios menos locos que él, o cuya locura es diferente”. Truffaut suelta esto sin reanimar viejas polémicas, pero la posición que le valiera fricciones definitivas dentro de la “nouvelle vague” queda asentada con firmeza.

                  La generosidad es una nota central de su escritura. Se intuye en las notas tan entusiastas de 1958, donde desgrana admiración por los entonces muy jóvenes Jacques Rivette, Agnes Varda, Claude Chabrol o Jacques Demy. Todavía es el tiempo de amistad y convergencia con Jean Luc Godard. Esta misma disposición se manifiesta en forma autocritica. Admite haber estado ciego respecto a John Ford, a quien comenzó a admirar cuando dio el paso de la crítica a la dirección de cine. Sobrio, Truffaut se abstiene de vanagloriarse por aquel libro suyo de entrevistas al director inglés (Truffaut / Hitchcock, 1966). Ese texto fue un saludable envión en el camino que plantó al rey del suspenso en el olimpo de la cinematografía. (Recientemente, en 2015, Kent Jones ha realizado un hermoso documental sobre aquellas famosas y fecundas entrevistas).

                    Su admirado “Hitch” me mantenía hasta el final de una historia en base a la tensión promovida por el suspenso. En este libro, “Las Películas de Mi Vida”, Truffaut consiguió atarme a la lectura porque de principio a fin, quedé envuelto en un embriagador estado de puro cine.