Por Román Ganuza

Gary Cooper negocia un lugar entre John Wayne y James Stewart. Solo por eso es un gran actor. Ocupa de lleno lo que hay entre la reciedumbre insobornable de uno y la civilizada elongación del otro. En el crepúsculo del western es el hombre a elegir. Él sabe acunar ese gesto que lo distancia de su propio hacer. Lo consigue apenas comprimiendo la boca, apretando las comisuras de su mentón melancólico. Como si dominara las situaciones mientras experimenta algún grado de asco. Le sobran significados a su silencio. Es un vaquero pensativo y preocupado que llega progresivamente a la acción. El interior sugerido por su andar es un circuito entre el temor y el deber. Mira siempre sin odiar. Su determinación es un resultado intelectual. No es congénita, como en Wayne, ni es un impulso como en Stewart. La de Gary Cooper es una valentía moralmente compelida.

De ahí que haya sobrevolado el ocaso cinematográfico de la osadía ciega. Gary nunca se deshumaniza, nunca llega hasta la ira. No es despiadado -quizá no sabe serlo- e incrementa con ese límite su rara bendición icónica. Carga en su perfil el cansancio histórico del vaquero y lo sabe. Es un héroe menesteroso y un villano decadente. Pero lo mejor de Gary Cooper es su respeto físico a la muerte. Con oleadas de fragilidad hace tambalear la brecha ficcional. Suelta desde allí el hilo que urge a protegerlo. Es un actor envolvente y un psicológico ladrón.

Me di cuenta de esto viendo “Man of the West” (El Hombre del Oeste) de Anthonny Mann, filmada en 1958. Allí Gary Cooper es Link Jones, un ex bandido que se redime al punto de ser el encargado de escoltar y traer al pueblo a una maestra, la muy bella Julie London. Un accidente en el camino lo deja en manos de su pasado. Queda como rehén de sus antiguos socios, quienes le exigen que vuelva al oficio como precio para liberar a la maestra. Gary Cooper cumple a desgano con esta extorsión. La película incluye una confesión psicoanalítica de su vida, soltada en plena noche a la desventurada Julie. Abandonado por sus padres, Jones (Gary Cooper) halló en el hampa una mala madre, pero una madre al fin. Con amargura, conseguirá cortar el cordón con esta familia no elegida. Pero su semblante opaco, su accionar resignado y los recurrentes momentos en que es apremiado por sus viejos compañeros, me retrotrajeron a una película anterior. Se trata de la famosa “High Noon”, donde tal vez Gary fundó sin saberlo a este personaje de transición, al vaquero bisagra.

El director Fred Zinneman fue quien visualizó más claramente ese peldaño en la escala dramática del western. En su película “High Noon” (A la Hora Señalada) de 1952, Cooper consigue perturbar. Es el sheriff Will Kane, que acaba de casarse con Amy (Grace Kelly en su esplendor) y pasa a retiro para dedicarse al comercio. Pero llega al pueblo la noticia de que el asesino Frank Miller -en su momento atrapado y enviado a prisión por Kane- vuelve en el tren que llega al pueblo a las dos de la tarde para vengarse. Vengarse, en un rostro como el de Miller (interpretado por el feroz Ian Mac Donald) significa matar. El comisario desiste su luna de miel con la deliciosa Amy y resuelve quedarse a morir.

Este radicalismo del deber me asalta y quiero gritarle a Gary Cooper que salga ya mismo de allí y vaya con su joven esposa a compartir el dormitorio conyugal. Pero él, con gesto adusto, recorre vanamente unas polvorientas calles buscando la ayuda que no va a encontrar. Perderá la vida, como ya la ha perdido a Amy, quien comparte mi indignación por tanta tozudez y se aleja sola del miserable pueblo. Kane será necesariamente abatido porque Miller es un rufián irreversible al que acompañan en este viaje de ajuste dos secuaces que también son de lo peor. Gary Cooper (Kane), abandonado ya por su esposa y por los cobardes ciudadanos locales, aguarda en soledad el ataque. Miller llegará a las dos de la tarde en el tren. Lo de Kane es un suicidio. Este suspenso a lo Hitchcock, engrosado por la certeza de un pésimo final, es el campo donde la mirada imprecisa de Gary Cooper gobierna de modo sutil. Me inquieta y me exaspera. Parece que me culpa a mí también con su forma de caminar extemporáneamente serena, mientras se acerca a lo inevitable.

La película dura solo 80 minutos, pero son unos minutos que se alargan y se espesan. Zinneman, con delicado morbo, exprime el material. Se regodea filmando el ensimismado rostro de un Gary Cooper que, sin decir palabra, me transfiere todos sus pesares. Imagino que siente dolor por Amy, miedo ante Miller y decepción por la deserción de aquellos a quienes ha cuidado quijotescamente como sheriff. La soledad de Cooper es extraordinaria porque él la acompaña sin un solo rasgo de optimismo sobre su propia suerte.

Mi deseo de que se salve se apoya únicamente en la tradición hollywoodense. Íntimamente reclamo que no me arrojen en pantalla el cadáver de Gary Cooper, pero sufro. Esta película es muy buena -entre otras cosas- porque se hace difícil de soportar. Es eficaz de un modo tortuoso. Por momentos hasta le pediría a Miller que lo ejecute de una vez a Kane (Cooper) para castigar su obstinación. Pero Zinneman me impone la nobleza triste de Gary Cooper enredándome en la empatía.

Avanzan en el pueblo la desolación y el silencio. Avanzan en el reloj las agujas que van a señalar la llegada del vengador. No sé cómo lo hace Gary Cooper, pero la preocupación de su semblante crece a medida que realiza cada vez menos gestos y dice cada vez menos palabras. La tensión es ya explosiva. Me acerco, por suerte, al final. Ya estoy prefiriendo la muerte efectiva de Gary a la dilatada presunción de su muerte.

Finalmente, lo que va a morir aquí es una tradición. Con su austeridad dramática y su perfil atribulado, Gary Cooper será el sutil verdugo de cierto western serial. High Noon fue famosa por la administración del suspenso, por la humanización del héroe, por la banda sonora y hasta por una resuelta intromisión de lo femenino que causó disgusto en los cultores del coraje a caballo. Para mí, en cambio, su secreto está en otra parte: pocas veces un personaje es tan consubstancial a las características de un actor y de un rostro. Pocas veces un actor y su gesto conforman un icono tan irreprochable y oportuno.

 

One thought on “Gary Cooper y el gesto otoñal del western”

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