Para pasar los casi 40 grados de temperatura diarios, esta crónica te invita a ser el protagonista de La hoguera, uno de los mejores cuentos de Jack London.

Por Marcos Nuñez

Imaginá que sos un personaje de ficción. No cualquier personaje, sino un personaje de Jack London. La biografía del autor promete aventura. Abandonó el colegio a los 14 para trabajar en el mar; fue pirata de ostras, patrulla pesquera y cazador de focas. Se unió a las protestas de desempleados que a finales del siglo XIX marcharon a Washington. Y hacia 1896 partió en busca de oro hacia la región de Klondike del territorio del Yukón canadiense. Allí, en ese territorio traicionero y febril, conoció el frío extremo. Fue, más tarde, corresponsal de la guerra ruso-japonesa y, de vuelta en San Francisco, tuvo la idea de construir un barco. En el Snark (nombre tomado de un poema de Lewis Carroll) dilapidó cerca de 40 mil dólares pese a que originalmente pensaba invertir 7 mil.

Entre 1907 y 1910 navegó las aguas del Pacífico Sur. Para entonces, al hábito de escribir también le había sumado otro: el de beber. La travesía terminó abruptamente en un hospital de Australia cuando London contrajo pian, una enfermedad contagiosa que afecta la piel.

Más tarde, en California, compró un terreno de 566 hectáreas en Glen Ellen, en las colinas de Oakland, donde gestionó una granja, primero, y construyó “Wolf House”, después. La casa tenía dos docenas de habitaciones y una enorme biblioteca. Poco antes de mudarse –London y su esposa ya habían llevado la mayoría de sus pertenencias– la casa pereció en un incendio. Fue un día de 1913 y algo dentro de London, dicen, murió aquella noche. Finalmente, su vida se apagó a los 40 años un día de noviembre de 1916.

Imaginá, decía antes de irme por las ramas, que sos un personaje de London. Un buscador de oro. No. Un leñador que espera cortar leña de los abetos de las islas del Yukón. Llevás la barba de varios días, un matojo sucio y gris. Estás a la intemperie y a donde mires es blanco, un  blanco interminable: no es otra cosa que nieve. Sentís en la boca un gusto ácido y en un acto reflejo escupís: no tenés la costumbre, como el personaje de London, de mascar tabaco. El escupitajo crepita y se congela antes de tocar el piso. No es para menos, hay al menos cincuenta grados bajo cero.

Te dijeron que la rivera del Klondike no es un sitio para andar solo. No estás solo a decir verdad, te acompaña un perro laudo. Calculás que el río está congelado unos noventa centímetros hacia abajo, tal vez un metro; por encima de la superficie hay otro tanto de nieve. Hay nieve por todas partes. La única zona del cuerpo que tenés expuesta es la cara y, si bien la barba ayuda, los pómulos y la nariz se te congelan. Son zonas en las que hay poca carne, algo de cartílago y hueso. Cincuenta grados bajo cero congelan eso y mucho más. Con las manoplas puestas te frotas los pómulos y la nariz enrojecida, pero no mucho, no vaya a ser cosa que con un mal movimiento te quiebres la nariz. Como se fractura un recuerdo de cerámica.

Cerca del mediodía recordás que tenés galleta y eso representa un enorme gozo. La llevás debajo de toda la ropa, pegada al pecho, porque es la única forma de que no se congele. Encontrás un buen sitio, tan inhóspito como todo lo que viste hasta llegar ahí, pero por algo lo considerás un buen sitio para detenerte a almorzar. Juntás ramas, más pequeñas para iniciar una fogata, más grandes para alimentarla. Raspás una cerilla de azufre, perfecto para iniciar el fuego. Muy pronto los leños arden y, como el perro, te colocás lo suficientemente cerca como para calentarte pero lo suficientemente lejos como para no quemarte. El fuego y el alimento te devuelven por unos segundos el alma al cuerpo.

La zona de manantiales te da pavor; corren hacia el río y con tanta nieve es imposible distinguirlos. Un paso en falso significa al menos una hora de retraso: no se puede seguir andando con los pies mojados. Hay que hacer fuego. A esa temperatura, unos setenta y cinco grados bajo cero, mojado es lo mismo que congelado. Por eso te da rabia cuando te hundís hasta la cintura en uno. Pero sabés que no hay tiempo para lamentarse. Tampoco hay, como antes, tiempo para elegir las ramas. Da igual grandes y chicas, y da igual si están llenas de musgo.

Los dedos de las manos, mojados también, todavía responden. Raspás una cerilla y la tirás al amasijo de ramas; viene un chisporroteo y la llama que prende sobre una corteza, sobre las ramas, sobre los troncos. El calor te da una vida más: secás las medias, el calzado y sentís cómo la sangre que bombea tu corazón llega hasta la punta de los dedos del pie. Pero antes que puedas volver a calzarte las medias lanosas que te llegan a las rodillas, ocurre. En el apuro, hiciste la hoguera bajo un árbol, y el calor que subió ablandó la nieve que cargaba en las ramas. La nieve, finalmente, cayó directo al fuego. Sentís cómo se retrae la voluntad en tus piernas, cómo se va muriendo la sensación en tus dedos. Pero no hay tiempo para sentir.

Te alejás de los árboles, a cielo abierto, sabiendo que vas a perder algunos dedos: para cuando la segunda fogata esté encendida, probablemente los pies ya estén muy congelados. Otra vez juntás ramas indiscriminadamente y las amontonás. Los hilos que unen las manos a tu cuerpo son de vidrio, cada vez más frágiles. No podés agarrar una cerilla porque no podés hacer pinza con los dedos, por eso agarrás un puñado. Lo encendés y tus manos estallan en una llama. No lo sentís, lo ves. Ves que tus manos se mueven, sentís el olor a carne quemada, pero no sentís. Arrojás la llamarada al centro de la hoguera pero el musgo, la humedad, apaga lo poco que hay. El perro, que esperaba el fuego tanto como vos, da unos pasos hacia atrás, se aleja. Sabe que no habrá fuego. En un rapto de locura empezás a correr, quizás la actividad física ayude a bombear sangre hacia tus extremidades. Sentís, sin embargo, que el corazón golpea cada vez más lento.

Te sentás en un tronco a mirar al perro. Podrían clavarte un puñal y no lo sentirías: ya no sos ese cuerpo. De pronto se te ocurre una idea, algo que por estos días se diría polémico: matar al animal y abrirlo en canal para meterte dentro. Su calor, pero también su espeso pelaje, te devolverían a la vida. Lo llamás, le prometés cosas que no vas a cumplir, pero el perro se aleja poco a poco. Sentado, cada vez más helado, hacia donde mirás todo es blanco.

 

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