Por Román Ganuza

Por una de esas casualidades que Carl Gustav Jung hubiera explicado en términos de “interdependencia” (relaciones necesarias no causales), el cine alemán reanima explícitamente el mito en la hora más equilibrada y aplaudida de su curso histórico. En no demasiado tiempo -si se lo mira en perspectiva- Alemania hizo una fuerte torsión sobre sí misma. Ángela Merkel, icono de esta cúspide adaptativa, le podría decir con sorna al mundo: “nos querían modernos, liberales, parlamentarios, pues bien, aquí nos tienen liderando a Europa bajo sus propias reglas. Esto apenas nos costó 50 años, no era tan difícil ser como ustedes, y menos aún, ser mejores”. Más complejo, en cambio, le resultaría a Alemania el parecerse totalmente a sí misma en tanto que anida demasiado en su ser ¿Olvida, en plena gloria del Deustche Bank, que ha nacido en los bosques? ¿Sepulta, en el ápice del furor productivo, los brotes de su primavera romántica? ¿La satisface completamente este éxito mimético?

Al director de cine Christian Petzold, en su película de 2020 “Undine” se le ha ocurrido evocar el pantano en el origen de Berlín, tanto en referencia al lugar fundacional, a la etimología del nombre, como a su metafórica resonancia. Me lo dice a través de Undine Wibeau, (Paula Beer), la joven historiadora y presentadora del Departamento de Urbanismo del Ayuntamiento de Berlín. “La forma sigue a la función” repite Undine en la intimidad de su casa ensayando la presentación habitual ante los visitantes extranjeros. Habla aparentemente de arquitectura. Y agrega: “…ahora en el centro de Berlín se encuentra un museo construido en el siglo XX en la forma del palacio del soberano del siglo XVIII. Pero en el corazón de la idea de que no hay diferencia entre los dos, se encuentra el engaño: sería lo mismo que afirmar que el progreso es imposible. Una declaración fuerte, aunque nadie está de acuerdo…”. Enrevesado, el párrafo es confidente y alusivo. Lo dice alguien que ha estado siempre. Undine es un mito, una mujer y un pez. Un ser primigenio infiltrado en lo transitorio.

No es casual que ella sea historiadora, que viva narrando la génesis “pantanosa” de Berlín ni que haga institucionalmente ese trabajo (la voz del Estado deviene aquí una voz de doble eco). Undine Wibeau abre la película con paso heroico. Un café al aire libre con Johannes (Jacob Matschentz), y una tentativa unilateral de separación. Él quiere alejarse de Undine porque ha conocido a Nora. Eficaz, Petzold tensiona plano y contraplano de ambos. Los estaciona en la silenciosa perturbación de Undine, en el fastidio evasivo de Johannes. Paula Beer baja la mirada y sus ojos verdes se oscurecen. Una brisa mueve levemente su pelo castaño rojizo mientras rechaza otro café. Se reconcentra. Suelta un llanto contenido, mira a ambos lados de la calle y espera que Johannes regrese a la mesa trayendo ese café que Undine ahora sí quiere tomar para dilatar el encuentro. Johannes la deja beber apenas un sorbo para decirle que debe irse. Es notorio que quiere salir de la situación. Suena su celular. ¿Es ella? Pregunta innecesariamente Undine.

 A partir de aquí, este Petzold saludablemente libre del sopor realista, introduce resueltamente al mito. “Si te vas, tendré que matarte” le dice Undine, con terrorífica naturalidad, a Johannes. Es revelador porque Undine no es una psicópata al modo de aquella Glen Close de Fatal Attraction (1987) o la sofocante Jessica Walters que perseguía a Clint Eastwood en Play Misty for Me (1971). La advertencia tiene un talle lógico. La liviandad de Johannes ha despertado a Ondina en Undine. Se trata de una leyenda germánico escandinava que refiere a una ninfa acuática no equiparable a una sirena. En una de sus versiones -que parece la tomada por Petzold- condena a su infiel marido a mantenerse por siempre despierto bajo la maldición de que no podrá respirar si alguna vez se queda dormido, puesto que en su día aquél le juró fidelidad por cada aliento que diera. “me prometiste amarme para siempre, no puedes irte así” es justamente el reclamo -o la revelación- de Undine a Johannes.

Por eso Undine no es una película fantástica, aunque mantenga vínculos formales con The Shape of Water (2017) de Guillermo del Toro. La película de Petzold es sugestivamente arqueológica. Claramente Johannes representa al modelo moderno del amante, mientras que Undine es una suerte de Medea berlinesa. El amor para ella es consagración y pacto. Para Johannes -lo demostrará luego- es prueba y error. Es experimento, consumo, servicio. Johannes es tan moderno que se sorprende por la reacción de Undine en el café. Cree que con haber cambiado el “quiero verte” por el “tenemos que hablar” ya está todo resuelto. Bastaría con Undine lo interpretara y aceptara. Pero ella no es moderna, pertenece al tiempo sagrado. A esas horas que encandilaban a Georgy Luckacs cuando era crítico literario (Teoría de la Novela). Ese tiempo en que -según escribe allí-  las estrellas eran un mapa y la vida una doble ofrenda (para recibirla o para entregarla). Undine es propia de los lagos y los peces. De la paz en la superficie y la tormenta en el fondo. Es hija del misterio encerrado entre los frondosos árboles de Alemania. Allí irá de la mano de Christopher (Franz Rogowksi), el buzo táctico, amigo de las profundidades quien sustituye a Johannes en el corazón de Undine. Desde esa matriz originaria ella protestará en forma drástica contra la baja intensidad de lo moderno.

Christian Petzold filma con justeza esos dos paisajes que vinculan tiempos. La urbanidad de la capital alemana, atravesada por la impronta medieval, la guillermina y hasta la soviética. Discurre la ciudad dividida en ágiles travellings desde el tren. Las aguas del lago, rodeadas de verde y celeste, son enfocadas desde un reposado puente y una balsa exploradora. Tal vez temeroso de su propia exhumación y los significados que podría disparar, Petzold sacrifica el que claramente era el final de la película. No quema las naves y se asegura el regreso a una orilla más racional. Táctico e idóneo, agrega un segmento que matiza de fecundidad la elipse de Undine-Ondina. Pero no apaga la cuaternidad constitutiva y operativa del personaje: Pasión, Lealtad, Celos, Escarmiento. Eso lo que se trae Undine desde las aguas, desde ese rango vegetal de la vida que desmiente a la cronología.

En el amor de Undine hay más épica que poética. Su radicalidad es extemporánea y disruptiva. Amonesta a la liberalidad sentimental y recuerda la existencia de otra estirpe. La película tranquiliza vista como un juego que mantiene al pasado como una cosa fenecida que facilita insumos narrativos desde la cripta. Pero lo concreto es esta extraña e inoportuna actualización del mito en la nerviosa belleza de Paula Beer. Petzold me deleita con esta idea -es su trabajo que más me gusta- y también con su estética moderada de lo tormentoso y lo oculto. Finalmente ¿Es Undine una mera evocación o incluye la añoranza? ¿Es un síntoma, una velada queja a lo Mishima? No lo puedo decir. Son preguntas que consigue promover el cine cuando adquiere hondura. El cine alemán de Christian Petzold, por ejemplo.

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